El jueves inmediato a Pentecostés celebramos la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, contemplamos el sacerdocio redentor de Jesucristo como la cumbre y compendio de su acción salvadora en el mundo. Jesús es el sacerdote de la nueva alianza que nos ha reconciliado con Dios y nos ha llamado a formar parte de su Iglesia, haciéndonos hijos del Padre. Nos ha comunicado una nueva vida en el Espíritu Santo y nos ha convertido en Pueblo sacerdotal, partícipes de su sacerdocio para extender el Reino de Dios a todos los hombres.
La misión del sacerdote ordenado es perpetuar el sacerdocio único de Jesucristo. Por otro lado, así como Jesús une en su mediación los dos aspectos de la relación con Dios y con los hombres, y esto es lo que lo constituye sumo sacerdote, así nosotros debemos unir en nuestras vidas la fe que nos acerca a Dios y la solidaridad que nos une a nuestros hermanos.
Nosotros debemos integrar la relación con Dios en el centro de nuestra vida, haciendo que nuestro culto sea la propia vida entregada y no como una realidad aparte; entrar en relación con Dios y confrontarnos constantemente con su voluntad, y acercar a nuestros hermanos a Dios. Y esto sólo podemos realizarlo estando unidos a Cristo mediante los Sacramentos, que no son observancias rituales, sino medios de unión con Él.
En esto consiste nuestro sacerdocio común, en unir toda la realidad de nuestra vida y de nuestra muerte, a la realidad de la vida y de la muerte de Cristo en favor de nuestros hermanos.
Esta festividad de origen española, obtuvo aprobación de la Santa Sede en 1971. Fue incluida en el calendario litúrgico en 1974, y desde 1996 se incorporaron textos propios en la liturgia de las horas, enviados desde Madrid por el Papa Juan Pablo II, en conmemoración de sus Bodas de Oro sacerdotales.
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